Era
una tarde amarilla. Ágiles atisbos de sol parecían otorgar más
intensidad a los tonos de las fachadas. Como si una mano hábil e
invisible hubiera dado un par de capas de pintura a los ladrillos
desvaídos. De esas tardes en las que la luz llena el aire, lo
colorea. Donde las nubes supervivientes de las batallas bañadas en
agua, hielo y electricidad se tornan rosáceas y anaranjadas. Cuando
el azul celeste parece incluso más tenue, delicado, sutil, leve,
ligero y vaporoso que nunca. Piensa en ello. Esos minutos, de luz
breve pero intensa, que acompañan a una quietud húmeda por el rocío
del asfalto. Silencio. Seguro que en esos momentos lo percibes todo
con una perspectiva diferente. Pues bien, pienso que esa luz es
especial. Creo que cada uno de nosotros debería atrapar uno de estos
fulgores y guardarlo en una cajita. Así, en las ocasiones donde solo
veamos oscuridad, un gris que a menudo nos aletarga y no nos permite
la posibilidad de ver más allá, donde se encuentra la esperanza...
Abrir entonces el cofre de interior resplandeciente podría ser muy
útil. Un único vistazo nos evocaría aquel proverbio que habla de
lo que se encuentra detrás de la tormenta. Una calma y paz repletas
de claridad, optimismo, color y expectativas.