Qué gran invento, la radio. Aquel día ya se terminaba. Llovía a cántaros ahí afuera, y en la casa reinaba un silencio verdaderamente sofocante, demasiado ruidoso para mi gusto. Decidí ahogarlo sintonizando mi emisora de radio favorita para que me hiciera un poco de compañía. Aquel no había sido un buen día, en absoluto. Y esa momentánea -y poco habitual- soledad -en principio solo física- no ayudaba a aplacar mi melancólico humor. Simplemente lo mantenía como una sutil banda sonora que daba fondo al caos de mi escritorio. Sumida en él, ni siquiera prestaba atención a las historias que la profunda voz del locutor contaba elegantemente.
Pero por un repentino instinto o, no sé, poder mental que cruzó mi cabeza cuando la voz cargada de virilidad comenzó a leer la historia de amor de una joven oyente, mis oídos ya estaban abiertos más que nunca desde segundos antes. A veces me impacta la capacidad de casualidad -no sin ninguna causalidad pícara- con la que el mundo nos sorprende a diario. La historia era muy, muy simple. Pero lo suficientemente completa como para identificarme en muchos sentidos con ella. En el instante en el que aquella maravillosa voz había captado mi entera atención y el juvenil romance todavía hacía eco en mi memoria, los primeros acordes de LA canción, aquella canción, empezaron a sonar en los altavoces. Mi gesto facial, mis movimientos, mi respiración, mi corazón, cualquier señal de reacción se detuvo durante un segundo, para luego dar paso a la más intensa rabia y resignación. Me hervía la sangre, como se suele decir, y no dudo en que lo hacía literalmente. Me habría gustado echar aquella maldita radio con su hipnotizadora voz a deshacerse entre mis venas. Pero apagué el aparato y traté de calmarme. Y la vocecilla interior de mi cerebro surgió para quejarse de por qué tuvo que ser así. Por qué las cosas nunca acaban bien, ya ni siquiera en las películas. Por qué mis ojos tuvieron la culpa de fijarse en los tuyos, y por qué mi garganta se vio obligada a tragarse inútil y dolorosamente tanto orgullo y lágrimas, cosas que todavía mi estómago intenta digerir a día de hoy junto con las mariposas que revolotean sin tregua.
Decidí acallar a mi conciencia dolorida pulsando 'on' de nuevo. Mala idea y buena música. Un piano y una nota aguda pero melodiosa envolvió el cuarto hasta alcanzar los rincones más recónditos de mi mente. No, definitivamente aquel no había sido un buen día. Y eso no hizo sino recordarme una vez más que toda la feliz mentira que se había roto en pedazos tiempo atrás no me estaba dando buena suerte. Cada amanecer se había vuelto gris desde que dejé de verlos contigo. O mejor dicho, desde que tú dejaste de verlos conmigo. Porque, muy a mi pesar, yo seguía haciéndolo, mientras evitaba la idea de que los pedazos rotos tomasen la forma de los de un espejo que me regalara siete años de mala suerte. Agradecería más siete vidas... Aunque en cada una de ellas volvería a tropezar a propósito con tus ojos. Hay que ver lo que abarca la supuesta inteligencia humana. Sí, supuesta. ¿Quién ha tenido la brillante idea de calificarnos como la especie más inteligente? No considero asunto de mentes privilegiadas hacer semejante tipo de tonterías con todo el placer masoquista posible. En realidad, empiezo a pensar que hasta esa misma piedra con la que tropezamos tantas veces como podemos tiene más capacidad lógica que muchos de nosotros.
Yo me reflejaba en ti, y ahora solo hay piezas esparcidas sin sentido. Quizá nuestro intelecto se base en la habilidad de saber escoger si la felicidad es un espejo roto o un felino longevo. Complicado.